¡Maldito montero de tres al
cuarto! Mandarme a mí, predilecto de Su Majestad, un simple lienzo para su
divertimento. ¡Por favor, qué ofensa! Todo por ayudarme a conseguir aquello por
lo que he trabajado con años de leal servicio. Aquello que con gran dignidad
merezco. Esa arrogancia con la que entró en mi taller hace unas semanas todavía
me pone enfermo:
—Buenos días, don Diego.
—¿Don Pedro de Arce? ¿Qué hace
vuestra merced en mi humilde estancia de trabajo?
—Tan solo vengo a dar la
enhorabuena al mayor pintor de España. Su «retrato» de la familia es…
interesante.
¿Interesante? ¡Interesante? Como
podía utilizar tal apelativo a mi mayor creación. Era una obra digna de los más
grandes. Ese inepto, ese inculto no entiende lo que es el arte. Tan solo sabe
de cacerías, de perros y de arcabuces.
—Gracias, don Pedro.
—Hay algo que me llama, en
particular, la atención de su lienzo. Creo que a su autorretrato le falta algo.
—¿Qué cree que es, Don Pedro?—no
podía soportar su petulancia.
—El color rojo.
—¿El rojo?
—Sí, tal vez un rojo con forma de
cruz… Creo que le daría un toque de mayor distinción, no sé si me entiende.
¡Qué cosas digo!: vuestra merced es el experto en lienzos, no yo.
Esto era el colmo. Burlarse en mi
taller de mis pretensiones legítimas de obtener la orden de Santiago. Alguien
como yo no se merecía soportar tal desprecio. Debería haberle despachado de mi
taller en cuanto osó husmear por él, pero estaba claro que llevaba una oferta
debajo de su brazo. Me armé de la santa paciencia que pude reunir y le
pregunté.
—¿Qué quiere, Don Pedro?
—Veo que le gusta ir al grano.
Bien, hará la conversación más rápida. Deseo un intercambio. Moveré mis hilos
para ayudarlo a conseguir su anhelado título. A cambio, quiero una obra del
gran Diego Velázquez.
—¿Qué clase de lienzo?
—Se lo dejo a su imaginación.
Así fue como acepté este maldito
encargo. En un primer momento, consideré hacer una obra sencilla; quizá un
lienzo que recordara mis primeros años en Sevilla. Pero no es suficiente: una
obra así tan solo serviría como una oportunidad de que ese bufón se riese de
mí. Tenía que hacer algo superior, digno de mi gran talento. Merecedor de un
futuro caballero de la orden de Santiago.
Aunque me duela reconocerlo, he
de admitir que el apoyo que De Arce pudiera prestarme sería de gran ayuda para
que Su Majestad e incluso el Sumo Pontífice me facilitaran mi acceso a la
orden. ¿Qué hacer? Ojalá las musas me ayudaran en este momento tan aciago, como
tantas otras veces. Solo puedo pensar en ese estúpido Pedro y sus movimientos
de hilos…
Un momento. Eso es. Hilos. Sí, es
perfecto. Las hilanderas de mi amada tierra. Pero no es suficiente. ¡Oh, no! Yo
no soy un simple «tejedor» de lienzos. No. Yo soy Atenea y él, tan solo la
ignorante y presumida Aracne. ¿Cómo representarlo? Una doble escena será perfecta
para confundirle. Su ignorancia no comprenderá nunca mi creación. Esa será mi
dulce venganza por su insolencia. ¡Es magnifico!
Manos a la obra…
Julio De Manuel Écija
@Julio_dme
#UnahistoriadeEspaña
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