jueves, 20 de febrero de 2020

Narciso, el periodista

Las viejas leyendas hablan de un joven guapo, alegre y apuesto, que encandilaba a hombres y mujeres por igual. Tal era su belleza que la ninfa Eco se enamoró de él y, a pesar de la maldición que le impedía hablar con normalidad, consiguió transmitirle sus sentimientos al joven. Este la rechazó por considerar que él valía más que ella, que alguien de su belleza no merecía estar con una simple muda.

Debido a su arrogancia, Eco oró a Némesis, diosa de la justicia y la venganza, para que maldijese al joven. La deidad le condenó a enamorarse de su propio reflejo. Cuando el joven paseaba por una laguna, vio su rostro en el agua, del que se quedó prendado. Se acercó tanto al borde para admirarse que acabó cayendo al agua y murió ahogado.

El mito griego de Narciso, el joven vanidoso y ególatra, podría ser adaptado a nuestro tiempo sin demasiadas complicaciones: las redes sociales son el lago de hoy del que no podemos apartarnos, la pobre Eco son todas aquellas personas que rechazamos con sinrazón por nuestra soberbia y Némesis es la venganza de la indiferencia por nuestras acciones.

En una sociedad tan superficial como el reflejo de Narciso es llamativo que sean los propios periodistas uno de los principales grupos que encaran esa faceta de soberbios e individualistas. La mala imagen de los profesionales de la información es tan grande que, como apunta la investigación de Bezunartea et al. (2008), uno de los excesos más visibles del periodista en el cine es el “divismo”. En una sociedad en la que la imagen impera por encima de todo, esta actitud de ciertos periodistas que se creen estrellas, que no aceptan ninguna crítica y que incluso son insensibles con sus compañeros y subordinados es demasiado cotidiana.

El narcisismo en la figura de aquellos que se dedican a la información puede ser un enemigo muy peligroso: por un lado, tal y como apuntan Bezunarte et al. (2008), es una amenaza porque reviste a la información de un nivel de espectáculo que le resta credibilidad a esta. Por otro lado, un nivel tan alto de vanidad puede llevar a tener en demasiada consideración las propias capacidades o facultades para realizar tu trabajo. Hablando en plata: es más fácil cometer errores garrafales siendo arrogante que humilde.

Ramiro Beltrán (2004) citando a José Luis Exeni, apunta a que hay “una clara sobrevaloración del papel del periodismo expresada con extrema arrogancia”. Esta soberbia lleva a los periodistas a dejar de ser informadores para pasar a ser una quimera que, como el ser mitológico, está compuesta por una serie de profesiones que más que a la figura de Clark Kent se asemeja a la de Superman: dictan sentencias absolutas como si de jueces supremos se tratasen, son sabuesos infalibles cuyo olfato policial les lleva a no equivocarse nunca, todopoderosos omniscientes que, invocando el sacro derecho de la libertad —es indistinto cuál: si la de información, la de expresión o la de participación política—, los hace intocables ante la misma sociedad que vociferan proteger de “los malos”.

¿Por qué los periodistas son tan arrogantes? Buitrón y Astudillo (2005) consideran en su libro Periodismo por dentro que existe un estigma contra los periodistas de sabelotodo y de engreídos. Los autores apuntan a que la relación con el poder les da un aire “esnob, de intelectual presumido”. Es cierto que el periodismo es una profesión que siempre ha estado cerca del poder, pero no en el poder. El trabajo de la información conlleva conocer de primera mano los hechos importantes: es una profesión que tiene la obligación de presenciar, de preguntar y de investigar. Eso dota de un cierto estatus al oficio, pero no es óbice para que el tuteo con el poder conlleve ser parte de él.

Más aún cuando es el propio poder (político, económico o social) el que no respeta al periodista y lo considera poco más que un juntaletras de tres al cuarto cuya única ocupación es copiar las declaraciones de unos y de otros mediante ruedas de prensa vetadas o anodinas notas de emprensa. Cuando el presidente del Gobierno no accede a preguntas e incluso prohíbe la presencia de periodistas, cuando su antecesor se esconde tras un plasma, cuando el tercer partido más votado del país niega la presencia de informadores en su sede y los denomina poco menos que enemigos de la democracia, todos los profesionales de la información deberían preguntarse qué han hecho mal.

La respuesta corta, falta de compañerismo. La respuesta larga son varios factores que causan que el periodismo sea un trabajo difícil de etiquetar y por tanto de analizar. Aunque hay varios demonios que llevan acompañando a la profesión largo y tendido. No son “mala praxis” al uso, sino planteamientos o tendencias que quizá estén equivocados. Uno de ellos es la arrogancia del periodista. El otro, el individualismo.

El periodismo se desarrolló fundamentalmente en los Estados Unidos y su modelo fue exportado al resto de sociedades con las que guardaba relación. Teniendo en cuenta que la sociedad estadounidense valora la libertad individual como uno de los pilares fundamentales del ser humano y, por tanto, de su sociedad, no es de extrañar que el periodismo estuviera influido por ella. Sea bien por este factor sociológico o por cuestiones internas relativas al mundo de la información, el periodismo mantiene grandes dosis de individualismo en su trabajo diario y en casi todos los frentes.

Tomas Nell apuntaba en una entrevista para Chasqui en 1992 que los periodistas no saben trabajar colectivamente: “El reportero trabaja por un lado, el camarógrafo por el suyo, y el editor por el otro. Generalmente, se considera al reportero como la ‘estrella’, siendo los tres importantes”. Esta visión no solo se circunscribe al ámbito del reporterismo televisivo. En el periodismo de investigación también se ha dado esta tendencia a que el informador sea solo uno. Casal (2007) señala que en Estados Unidos hasta bien entrado los 70, esta variante de la profesión era una tarea solitaria e individualista. Cita a reputados reporteros como Jack Anderson, Seymour M. Hersh o John C. Berens en los que se retratan o son retratados como lobos solitarios sin ningún tipo de conexión entre ellos. El periodista individual —o individualista— es mostrado como un héroe esquivo que carga contra “los malos”. Incluso cuando los medios decidieron crear equipos de investigación, estos funcionaban siempre como unidades independientes, las cuales tenían contacto cero con compañeros de otros medios y, por tanto, ninguna sinergia para rastrear irregularidades o casos de corrupción.

Por suerte, aunque el periodismo sea tan marcadamente individualista, están generándose ciertas tendencias positivas entre compañeros de la información. Es el famoso caso del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés), quien ha destapado casos tan sonados como los Papeles de Panamá o China Cables: colaboraciones internacionales de medios de docenas de países con las que se han averiguado tramas de corrupción y han salido a la luz prácticas consideradas por el derecho internacional como crímenes contra la humanidad. Sin embargo, esta iniciativa tiene poco tiempo y se caracteriza porque unos pocos medios de cada país participante son los que publican la información investigada.

No hay que olvidar, cuando se citan casos como el de ICIJ, que el periodismo es una disciplina con múltiples facetas paradójicas. Ryszard Kapuściński, considerado uno de los mejores reporteros de todos los tiempos, decía en Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2012) que, cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante. El periodismo es, ante todo, un servicio social: informar a la ciudadanía sobre lo que está ocurriendo. No obstante, también es un lucrativo interés y un fantástico altavoz.

Sin embargo, ¿qué algo aparezca en un medio de comunicación implica que sea periodismo? Real (2006) señala que no podemos caer en simplificaciones tales como manifestar que todo contenido mediático, por el simple hecho de ser difundido a través de un medio de comunicación social, se le considere ya periodismo con mayúsculas. La idea que subyace ante este tipo de cúmulos de simples descalificaciones de la profesión es que ni el propio periodista es consciente y tiene conocimiento sobre sí mismo y sobre la ocupación que lleva a cabo. Esto, entre otras circunstancias, llevan a que el ejercicio de la profesión periodística ande continuamente en la ambivalencia de lo que es, de considerarla un simple oficio artesanal o una profesión con relevancia social.

Tal vez, la concepción de la información como un negocio, unido a la arrogancia por ser un servicio tan importante para la sociedad y a la dinámica individualista de la profesión, sean las causantes de una falta de corporativismo, por no decir de compañerismo, acuciante. Antonio López en su libro El periodista en su soledad (Comunicación Social, 2009) relata el encuentro vergonzoso que tuvo una compañera en una rueda de prensa con el exministro Trillo-Figueroa. Según cuenta López, el político vaciló a la periodista cuando esta preguntaba sobre las presuntas armas de destrucción masiva alojadas en Irak en el marco de la futura guerra del país árabe. Trillo-Figueroa le regaló una moneda de un euro por hacer la pregunta. A pesar de la situación tan inverosímil y con una falta de respeto inmensa a la profesión periodística por parte del político, ningún compañero de la rueda de prensa salió a defenderla. Esto denota un grave sentimiento de ausencia de camaradería por parte de los periodistas.

Ausencia de sentimiento que ya las propias corporaciones profesionales alertan y que no dudan en culpar de la falta de interés por parte de los informadores de mejorar en sus perspectivas socioeconómicas. Fernando González Urbaneja, expresidente de la FAPE y de la Asociación de la Prensa de Madrid, alertaba de que en el periodismo hay demasiados arrogantes que “se creen el centro del universo”. El propio Jaime Abello, director general de la Fundación Gabriel García Márquez en una entrevista a eldiario.es apuntaba que la profesión debería ser más humilde.

¿Llevan razón? Los datos tan bajos de participación en los colegios profesionales y asociaciones de periodistas apuntan a ello. Unido al hecho de que no existe un Colegio Profesional de Periodistas de España, un Consejo Audiovisual Español u otro tipo de recursos y organismos propios de una profesión asentada y de un corporativismo sano, las investigaciones apuntan a un completo desinterés por parte de los informadores de ser parte activa de este tipo de organizaciones; herramienta indispensable para mejorar las condiciones laborales y sociales del periodista. Y no solo ocurre en España. En Chile, Mellado et al. (2006) señala que la baja asociatividad que presenta el Colegio de Periodistas plantea dudas respecto a la real vigilancia democrática e injerencia en la vida pública de un gremio ya de por sí debilitado. Los investigadores apuntaban a que solo el 2,9% de los egresados se colegian. Los autores advierten de que esta situación es similar en otros países. Si no hay representatividad institucional, si los periodistas no luchan por sus derechos, nadie lo hará. En España, estudios de la profesión como el elaborado por Cantalapiedra et al. (2000) sobre los licenciados en el País Vaco también alertan que 4 de cada 5 periodistas no se afilian a ningún tipo de asociación profesional o colegio. Existe una unión muy escasa en el colectivo. Prácticamente, no hay un contrapoder a la patronal. Los periodistas deben tener un papel protagonista en sus derechos si no quieren acabar, como el pobre Narciso, ahogados en su propia vanidad. Es ilógico pensar que una profesión que se encarga de informar y en muchas ocasiones de denunciar las perversiones del poder no haga introspección de su situación laboral. ¿De qué sirven la arrogancia, el individualismo o la relevancia social si no puedes llegar a final de mes? ¿Es víctima del viejo refrán “en casa del herrero, cuchillo de palo”?

El periodismo debe realizar una reflexión profunda y real de qué es lo que le está ocurriendo. No vale solo con que las asociaciones profesionales saquen un código deontológico irreal para la situación que están viviendo los profesionales. Tampoco se soluciona con obligar a la colegiación de los periodistas —aunque podría ser un primer paso interesante—. Esto es un trabajo de todos aquellos que forman parte de la profesión, de todos aquellos que enarbolan banderas de ser el trabajo más bonito del mundo. Kapuściński decía que, para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Una buena persona es la única capaz, pensaba el reportero polaco, de ser empático: de comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus dificultades, sus tragedias.

El mito de Narciso alertaba de los peligros que la arrogancia podía tener en el ser humano. Los griegos, como cualquier otra sociedad, contaban una gran cantidad de fábulas como estas con las que trataban de enseñar los valores que consideraban óptimos. Hoy día, lo hacemos a través de las películas de animación. Sea de un modo u otro, quizá los periodistas necesiten repasar estas historias para despertar del ensoñamiento en el que se encuentran. A los “malos” les conviene que los periodistas sean tan independientes y no formen una comunidad férrea, ya que les pondrían contra las cuerdas.

Nadie puede olvidar que el periodismo es una profesión que siempre se encontrará en una delicada situación, puesto que debe ser la mosca cojonera del poder. Es su objetivo, su razón de ser: informar, formar y entretener son sus señas de identidad. Sin embargo, para realizar las tres acciones en armonía, los periodistas deben cuidarse a ellos mismos. No, el periodismo no se resume solo en ser los “guardianes de la democracia”: publicar escándalos políticos o económicos. El deporte, la salud, el medioambiente, el corazón, la educación, la cultura son ramas, temas, intereses de la ciudadanía y, por tanto, del periodismo, tan dignas como las sacrosantas áreas de política, economía e internacional.

Muchos estudiantes de la carrera de periodismo piensan que, al no verse representados en los reporteros de investigación de los 70 propios de la Estados Unidos de Watergate y compañía —los cuales en ocasiones son casi la única referencia periodística que se muestra al exterior—, no forman parte del periodismo con mayúsculas. Consideran que sus gustos son de segunda o que el elitismo de algunas áreas de una profesión ya de por sí engreída los aparta de la realidad, de un trabajo con el que no se sienten identificados.

La consecuencia directa es una falta de empatía por sus compañeros, un aislamiento creciente en la feroz competencia por conseguir un trabajo digno. Su falta de compromiso con la profesión les lleva a olvidar o a querer apartar la vista de la posibilidad de moverse junto a otros para mejorar sus condiciones, de la camaradería que podría mejorar sus condiciones de trabajo.

Trabajo por el que luego no luchan por mejorar, por el que no se plantan para decir “basta” y seguir progresando. Llegan a su puesto de trabajo o salen a la calle en condiciones precarias, en las que deben emplear hasta 10 horas diarias. ¿Es eso legítimo?, ¿es eso digno? Ni siquiera un heleno aceptaría esa clase de condiciones. Solo un Narciso periodista, cuyo reflejo solo muestra una fachada de perfección, de verdad absoluta, de servicio de los grandes principios que sustenta la democracia: libertad, justicia y verdad. Un reflejo que se agrieta por momentos, que nos muestra a un Narciso cada vez más demacrado, más agotado, más desilusionado con la profesión que ama. Un Narciso que no se mueve porque teme descubrir que su realidad no se parece en absoluto a su reflejo, porque en el fondo teme a la verdad.
Cuando los periodistas aparten su arrogancia; cuando acepten la humildad de un trabajo que no es mejor ni peor que otro; cuando dejen de enfrentarse entre ellos en una lucha feroz por conseguir un trabajo; cuando estén firmes para conseguir los que dignamente les corresponde por derecho; cuando abran los ojos sobre la realidad de su profesión, sobre lo que significa ser periodista, entonces, y solo entonces, el periodismo dejará de ser un trabajo ingrato, precario, acusado de mentiroso y de amigo del poder. Solo entonces los periodistas podrán apartar la vista del reflejo del lago y apreciar la realidad como es e informar sobre ella.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Vientos del Oeste


Llevaba varios días detrás de una presa. La comida escaseaba en los alrededores del campamento y los cazadores se habían visto obligados a internarse cada vez más en los bosques. Caminaba agazapado. Rastreaba el suelo en busca de cualquier huella que pudiera llevarle hasta el condenado ciervo al que acechaba.

Llevaba el rifle en ristre, presto a disparar a la más mínima señal. Apenas conocía estos nuevos bosques desde que llegaron en tren. Recordaba cuando era pequeño y sus padres lo llevaban de excursión a hacer sus famosas rutas de senderismo. Con los años, gran parte del mundo cambió. Ahora debía suministrarse su propia comida.

Lo que creía que era un ciervo había salido corriendo. Corría con prisas detrás de él. Esta vez no se le iba a escapar. Necesitaban la comida. Nunca pensó que vería bosques tan frondosos en el antiguo desierto, pero así era hoy. En pocas décadas, las incesantes tormentas y huracanes que asolaban el Caribe habían cambiado de rumbo y bañaban todas las costas occidentales del antiguo Sáhara. Los vientos del Oeste traían al fin lluvias.

Recordaba cuando en la escuela le explicaban lo de los grandes cambios en el clima. Pensaba siempre que el planeta se inundaría, se secaría y acabaría en el más absoluto caos. Se equivocó. Mientras continentes se secaban, en otros florecía la vida; mientras montañas perdían sus últimos glaciares, en profundos valles caían mantos blancos. Grandes civilizaciones perecieron y otras estaban surgiendo.

Como tantos otros, se vio obligado a migrar, a cobijarse ante un grupo que había perdido todo. Ahora debía buscar su propio sustento. Regresar a la época en que sus tatarabuelos se criaron y se ganaron su propia comida. Los grandes cambios habían producido guerras, hambres, disturbios y un sinfín de problemas. Millones por cientos tuvieron que dejarlo todo atrás. Había estado años vagando sin rumbo hasta que pudo encontrar unos viejos trenes en los que enrolarse como polizones. Había atravesado cientos de kilómetros. Todo por garantizar un mejor futuro que el que estaba viviendo.

Era un nuevo renacimiento para toda la humanidad. Esta vez en el arte de la caza, en el arte de la subsistencia y, en definitiva, en el arte de sobrevivir. Una vida que le obligaba a seguir buscando a su ciervo. No sabe bien cómo llegaron hasta África estos animales. Supuso que transportados por otras personas tiempo atrás. Sin embargo, no era tiempo de divagar. Tenía la responsabilidad de alimentar a su gente. Observaba con detenimiento su entorno. Se detuvo unos instantes. Apuntó con su rifle. Sonó un disparo.

Sonrió. Esta noche todo el campamento tendría una cena caliente...

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Julio de Manuel Écija
@julio_dme

sábado, 18 de mayo de 2019

Aprendiendo a comunicar: los rumores y las presiones internas

De la Historia se pueden aprender grandes lecciones que podemos aplicar en nuestro día a día: desde los ejemplos más nimios hasta grandes estrategias en el trabajo. Para aquellos que se dedican al buen mundo de la comunicación, ya sea en cualquiera de las muchas vertientes, siempre deben tener presente cómo comunicaban los que nos precedieron.

Cuando le quitamos el envoltorio al mundo en el que vivimos: grandes y pequeñas corporaciones, nuevas tecnologías, hipercomunicación, nuevos gustos..., no es distinto que cualquier otra época de la Historia: organizaciones sociales compitiendo entre ellas, cambios sociales, avances tecnológicos... Y en todo esto siempre está presente la comunicación. 

La guerra, la propaganda, la política, el arte, la música o las religiones son grandes maestros de estrategias de comunicación que podemos aplicar en nuestros planes actuales. El quid de la cuestión no ha cambiado en todos estos milenios: el centro siguen siendo las personas. ¿Qué ha cambiado entonces? Bueno, ahora al menos no te cortan la cabeza a la primera de cambio. En algo tendríamos que avanzar...

Entrando en materia, ¿qué ejemplos concretos podemos aplicar de la Historia en comunicación corporativa? Un primer paso puede ser saber controlar los rumores y de esto los romanos sufrieron bastante. El emperador Marco Aurelio, entre párrafo y párrafo de sus Meditaciones, libraba una guerra en las fronteras septentrionales con los germanos. Labor que le llevó años y años hasta el punto de que un día enfermo y murió...

... O eso creía el Senado y su familia cuando la noticia llegó a Roma. Tal era la situación de gravedad que sobrevolaba las mentes de los romanos que Faustina, su esposa, se cree que pudo viajar a Egipto para convencer a Avidio Casio, mano derecha de Marco Aurelio y gobernador de la provincia, de que se autoproclamara nuevo emperador. Cuando Marco Aurelio se recuperó de su enfermedad—esto sí era cierto—, se encontró con una guerra civil a las puertas —una de tantas en la sangrienta historia del Imperio—. El episodio terminó con la muerte del traidor y el sometimiento de las provincias orientales sublevadas.

¿Qué nos pueden enseñar los sangrientos conflictos romanos? En una situación de gran presión, tanto exterior como interior, donde hay un cúmulo de intenciones no siempre claras, la gestión de la información es fundamental o se te puede volver en contra y provocar luchas cainitas que destrozan cualquier organización por dentro. Es necesario acallar estos rumores para relajar el estado de ánimo interno y hacer que la institución continúe su avance.

A veces, la mejor estrategia para ello es ir de frente al problema y asumirlo: ver qué es lo que ocurre, qué piensan los miembros de la organización—sean empleados de una empresa, funcionarios de una institución, socios de una asociación, soldados de un ejército, músicos de una orquesta o cualquier ejemplo que se le pueda a uno ocurrir—, asumir aquello en lo que nos hemos equivocado y avanzar hacia una solución que revierta los rumores y sus consecuencias. Nunca puedes dejar que un problema interno se acreciente por los rumores o te puede pasar como al pobre Marco Aurelio y plantarte con una guerra por la toga púrpura...

¿Conoces más ejemplos de episodios llevados por los rumores que hayan provocado conflictos internos?

@julio_dme
Julio De Manuel

PD: Puedes ver la serie-documental de Netflix El Imperio Romano donde se explica muy bien el capítulo de Marco Aurelio en la temporada que trata sobre su hijo, Cómodo.

domingo, 31 de marzo de 2019

Los Hilos de Diego


¡Maldito montero de tres al cuarto! Mandarme a mí, predilecto de Su Majestad, un simple lienzo para su divertimento. ¡Por favor, qué ofensa! Todo por ayudarme a conseguir aquello por lo que he trabajado con años de leal servicio. Aquello que con gran dignidad merezco. Esa arrogancia con la que entró en mi taller hace unas semanas todavía me pone enfermo:

—Buenos días, don Diego.

—¿Don Pedro de Arce? ¿Qué hace vuestra merced en mi humilde estancia de trabajo?

—Tan solo vengo a dar la enhorabuena al mayor pintor de España. Su «retrato» de la familia es… interesante.

¿Interesante? ¡Interesante? Como podía utilizar tal apelativo a mi mayor creación. Era una obra digna de los más grandes. Ese inepto, ese inculto no entiende lo que es el arte. Tan solo sabe de cacerías, de perros y de arcabuces.

—Gracias, don Pedro.

—Hay algo que me llama, en particular, la atención de su lienzo. Creo que a su autorretrato le falta algo.

—¿Qué cree que es, Don Pedro?—no podía soportar su petulancia.

—El color rojo.

—¿El rojo?

—Sí, tal vez un rojo con forma de cruz… Creo que le daría un toque de mayor distinción, no sé si me entiende. ¡Qué cosas digo!: vuestra merced es el experto en lienzos, no yo.

Esto era el colmo. Burlarse en mi taller de mis pretensiones legítimas de obtener la orden de Santiago. Alguien como yo no se merecía soportar tal desprecio. Debería haberle despachado de mi taller en cuanto osó husmear por él, pero estaba claro que llevaba una oferta debajo de su brazo. Me armé de la santa paciencia que pude reunir y le pregunté.

—¿Qué quiere, Don Pedro?

—Veo que le gusta ir al grano. Bien, hará la conversación más rápida. Deseo un intercambio. Moveré mis hilos para ayudarlo a conseguir su anhelado título. A cambio, quiero una obra del gran Diego Velázquez.

—¿Qué clase de lienzo?

—Se lo dejo a su imaginación.

Así fue como acepté este maldito encargo. En un primer momento, consideré hacer una obra sencilla; quizá un lienzo que recordara mis primeros años en Sevilla. Pero no es suficiente: una obra así tan solo serviría como una oportunidad de que ese bufón se riese de mí. Tenía que hacer algo superior, digno de mi gran talento. Merecedor de un futuro caballero de la orden de Santiago.

Aunque me duela reconocerlo, he de admitir que el apoyo que De Arce pudiera prestarme sería de gran ayuda para que Su Majestad e incluso el Sumo Pontífice me facilitaran mi acceso a la orden. ¿Qué hacer? Ojalá las musas me ayudaran en este momento tan aciago, como tantas otras veces. Solo puedo pensar en ese estúpido Pedro y sus movimientos de hilos…

Un momento. Eso es. Hilos. Sí, es perfecto. Las hilanderas de mi amada tierra. Pero no es suficiente. ¡Oh, no! Yo no soy un simple «tejedor» de lienzos. No. Yo soy Atenea y él, tan solo la ignorante y presumida Aracne. ¿Cómo representarlo? Una doble escena será perfecta para confundirle. Su ignorancia no comprenderá nunca mi creación. Esa será mi dulce venganza por su insolencia. ¡Es magnifico!

Manos a la obra…


Julio De Manuel Écija
@Julio_dme

#UnahistoriadeEspaña

martes, 18 de diciembre de 2018

Procesiones navideñas

Cuando el sol ya trabaja a tiempo parcial, cuando el día de la Inmaculada es saboreado como el prólogo de los encuentros que están por venir, una gran marcha procesional se agolpa en la ciudad. Mientras familias sonrientes y parejas inocentes disfrutan de los puestecillos, de los espectáculos lumínicos y de un agradable puente, docenas de coches avanzan con paso cofrade desde la avenida de Andalucía hasta el Parque San Antonio, portando faros en vez de velas.

No es que la Semana Santa de Málaga se haya juntado con la Navidad— aunque a algunos nos resultaría curioso ver pasear al Cautivo bajo la catedral de luces de calle Larios—, no es que sea una nueva forma de atraer turistas: es la consecuencia de las interminables obras y los eternos desvíos que inundan la ciudad.

Una situación que, tras años, solo ahoga más y más el tráfico malagueño. El resultado de aventurarme al centro de la ciudad fue dos horas y media de trayecto para tan solo cinco kilómetros. El mismo tiempo que media entre la capital andaluza y la de la Costa del Sol.

¿A qué se debe? A multitud de factores: renovar la ciudad, luchar contra el cambio climático, mejorar los servicios para los turistas… Aunque hoy día el que cobra más fuerza es el de ser cosmopolita, europeo, moderno. ¿Es malo? Depende: si imitamos a las grandes urbes con alquileres abusivos —casi de servidumbre—, bloqueos continuos de las calles por contaminación, un transporte púbico que no da abasto y un estrés creciente, prefiero quedarme siendo una localidad tranquila y soleada afianzada entre el mar y la montaña.

Porque, si la situación no se detiene, más me valdrá buscar un delorean como el de Regreso al Futuro si quiero ser puntual o quizá deba hallar soluciones más extravagantes que el invento de Doc. ¿Tal vez utilizar el autobús? Bueno, si escoges esta opción, deberás rezar para que llegue. A secas. Que lo haga a tiempo ya sería un milagro navideño.