Las
viejas leyendas hablan de un joven guapo, alegre y apuesto, que encandilaba a
hombres y mujeres por igual. Tal era su belleza que la ninfa Eco se enamoró de
él y, a pesar de la maldición que le impedía hablar con normalidad, consiguió
transmitirle sus sentimientos al joven. Este la rechazó por considerar que él
valía más que ella, que alguien de su belleza no merecía estar con una simple
muda.
Debido
a su arrogancia, Eco oró a Némesis, diosa de la justicia y la venganza, para
que maldijese al joven. La deidad le condenó a enamorarse de su propio reflejo.
Cuando el joven paseaba por una laguna, vio su rostro en el agua, del que se
quedó prendado. Se acercó tanto al borde para admirarse que acabó cayendo al
agua y murió ahogado.
El
mito griego de Narciso, el joven vanidoso y ególatra, podría ser adaptado a
nuestro tiempo sin demasiadas complicaciones: las redes sociales son el lago de
hoy del que no podemos apartarnos, la pobre Eco son todas aquellas personas que
rechazamos con sinrazón por nuestra soberbia y Némesis es la venganza de
la indiferencia por nuestras acciones.
En
una sociedad tan superficial como el reflejo de Narciso es llamativo que sean
los propios periodistas uno de los principales grupos que encaran esa faceta de
soberbios e individualistas. La mala imagen de los profesionales de la
información es tan grande que, como apunta la investigación de Bezunartea et
al. (2008), uno de los excesos más visibles del periodista en el cine es el
“divismo”. En una sociedad en la que la imagen impera por encima de todo, esta
actitud de ciertos periodistas que se creen estrellas, que no aceptan ninguna
crítica y que incluso son insensibles con sus compañeros y subordinados es
demasiado cotidiana.
El
narcisismo en la figura de aquellos que se dedican a la información puede ser
un enemigo muy peligroso: por un lado, tal y como apuntan Bezunarte et al.
(2008), es una amenaza porque reviste a la información de un nivel de
espectáculo que le resta credibilidad a esta. Por otro lado, un nivel tan alto
de vanidad puede llevar a tener en demasiada consideración las propias
capacidades o facultades para realizar tu trabajo. Hablando en plata: es más
fácil cometer errores garrafales siendo arrogante que humilde.
Ramiro
Beltrán (2004) citando a José Luis Exeni, apunta a que hay “una clara sobrevaloración
del papel del periodismo expresada con extrema arrogancia”. Esta soberbia lleva
a los periodistas a dejar de ser informadores para pasar a ser una quimera que,
como el ser mitológico, está compuesta por una serie de profesiones que más que
a la figura de Clark Kent se asemeja a la de Superman: dictan sentencias
absolutas como si de jueces supremos se tratasen, son sabuesos infalibles cuyo
olfato policial les lleva a no equivocarse nunca, todopoderosos omniscientes
que, invocando el sacro derecho de la libertad —es indistinto cuál: si la de
información, la de expresión o la de participación política—, los hace
intocables ante la misma sociedad que vociferan proteger de “los malos”.
¿Por
qué los periodistas son tan arrogantes? Buitrón y Astudillo (2005) consideran
en su libro Periodismo por dentro que existe un estigma contra los
periodistas de sabelotodo y de engreídos. Los autores apuntan a que la relación
con el poder les da un aire “esnob, de intelectual presumido”. Es cierto que el
periodismo es una profesión que siempre ha estado cerca del poder, pero
no en el poder. El trabajo de la información conlleva conocer de primera
mano los hechos importantes: es una profesión que tiene la obligación de
presenciar, de preguntar y de investigar. Eso dota de un cierto estatus al
oficio, pero no es óbice para que el tuteo con el poder conlleve ser
parte de él.
Más
aún cuando es el propio poder (político, económico o social) el que no respeta
al periodista y lo considera poco más que un juntaletras de tres al cuarto cuya
única ocupación es copiar las declaraciones de unos y de otros mediante ruedas
de prensa vetadas o anodinas notas de emprensa. Cuando el presidente del
Gobierno no accede a preguntas e incluso prohíbe la presencia de periodistas,
cuando su antecesor se esconde tras un plasma, cuando el tercer partido más
votado del país niega la presencia de informadores en su sede y los denomina
poco menos que enemigos de la democracia, todos los profesionales de la
información deberían preguntarse qué han hecho mal.
La
respuesta corta, falta de compañerismo. La respuesta larga son varios factores
que causan que el periodismo sea un trabajo difícil de etiquetar y por tanto de
analizar. Aunque hay varios demonios que llevan acompañando a la
profesión largo y tendido. No son “mala praxis” al uso, sino planteamientos o
tendencias que quizá estén equivocados. Uno de ellos es la arrogancia del periodista.
El otro, el individualismo.
El
periodismo se desarrolló fundamentalmente en los Estados Unidos y su modelo fue
exportado al resto de sociedades con las que guardaba relación. Teniendo en
cuenta que la sociedad estadounidense valora la libertad individual como uno de
los pilares fundamentales del ser humano y, por tanto, de su sociedad, no es de
extrañar que el periodismo estuviera influido por ella. Sea bien por este
factor sociológico o por cuestiones internas relativas al mundo de la información,
el periodismo mantiene grandes dosis de individualismo en su trabajo diario y
en casi todos los frentes.
Tomas
Nell apuntaba en una entrevista para Chasqui en 1992 que los periodistas
no saben trabajar colectivamente: “El reportero trabaja por un lado, el
camarógrafo por el suyo, y el editor por el otro. Generalmente, se considera al
reportero como la ‘estrella’, siendo los tres importantes”. Esta visión no solo
se circunscribe al ámbito del reporterismo televisivo. En el periodismo de
investigación también se ha dado esta tendencia a que el informador sea solo
uno. Casal (2007) señala que en Estados Unidos hasta bien entrado los 70, esta
variante de la profesión era una tarea solitaria e individualista. Cita a
reputados reporteros como Jack Anderson, Seymour M. Hersh o John C. Berens en
los que se retratan o son retratados como lobos solitarios sin ningún tipo de
conexión entre ellos. El periodista individual —o individualista— es mostrado como
un héroe esquivo que carga contra “los malos”. Incluso cuando los medios
decidieron crear equipos de investigación, estos funcionaban siempre como
unidades independientes, las cuales tenían contacto cero con compañeros de
otros medios y, por tanto, ninguna sinergia para rastrear irregularidades o casos
de corrupción.
Por
suerte, aunque el periodismo sea tan marcadamente individualista, están
generándose ciertas tendencias positivas entre compañeros de la información. Es
el famoso caso del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación
(ICIJ, por sus siglas en inglés), quien ha destapado casos tan sonados como los
Papeles de Panamá o China Cables: colaboraciones internacionales
de medios de docenas de países con las que se han averiguado tramas de
corrupción y han salido a la luz prácticas consideradas por el derecho
internacional como crímenes contra la humanidad. Sin embargo, esta iniciativa
tiene poco tiempo y se caracteriza porque unos pocos medios de cada país
participante son los que publican la información investigada.
No
hay que olvidar, cuando se citan casos como el de ICIJ, que el periodismo es
una disciplina con múltiples facetas paradójicas. Ryszard Kapuściński,
considerado uno de los mejores reporteros de todos los tiempos, decía en Los
cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2012) que, cuando se
descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante.
El periodismo es, ante todo, un servicio social: informar a la ciudadanía sobre
lo que está ocurriendo. No obstante, también es un lucrativo interés y un fantástico
altavoz.
Sin
embargo, ¿qué algo aparezca en un medio de comunicación implica que sea
periodismo? Real (2006) señala que no podemos caer en simplificaciones tales
como manifestar que todo contenido mediático, por el simple hecho de ser difundido
a través de un medio de comunicación social, se le considere ya periodismo con
mayúsculas. La idea que subyace ante este tipo de cúmulos de simples
descalificaciones de la profesión es que ni el propio periodista es consciente
y tiene conocimiento sobre sí mismo y sobre la ocupación que lleva a cabo.
Esto, entre otras circunstancias, llevan a que el ejercicio de la profesión
periodística ande continuamente en la ambivalencia de lo que es, de
considerarla un simple oficio artesanal o una profesión con relevancia social.
Tal
vez, la concepción de la información como un negocio, unido a la arrogancia por
ser un servicio tan importante para la sociedad y a la dinámica individualista
de la profesión, sean las causantes de una falta de corporativismo, por no
decir de compañerismo, acuciante. Antonio López en su libro El periodista en
su soledad (Comunicación Social, 2009) relata el encuentro vergonzoso que
tuvo una compañera en una rueda de prensa con el exministro Trillo-Figueroa.
Según cuenta López, el político vaciló a la periodista cuando esta preguntaba
sobre las presuntas armas de destrucción masiva alojadas en Irak en el marco de
la futura guerra del país árabe. Trillo-Figueroa le regaló una moneda de un
euro por hacer la pregunta. A pesar de la situación tan inverosímil y con una
falta de respeto inmensa a la profesión periodística por parte del político, ningún
compañero de la rueda de prensa salió a defenderla. Esto denota un grave
sentimiento de ausencia de camaradería por parte de los periodistas.
Ausencia
de sentimiento que ya las propias corporaciones profesionales alertan y que no
dudan en culpar de la falta de interés por parte de los informadores de mejorar
en sus perspectivas socioeconómicas. Fernando González Urbaneja, expresidente
de la FAPE y de la Asociación de la Prensa de Madrid, alertaba de que en el
periodismo hay demasiados arrogantes que “se creen el centro del universo”. El
propio Jaime Abello, director general de la Fundación Gabriel García Márquez en
una entrevista a eldiario.es apuntaba que la profesión debería ser más humilde.
¿Llevan
razón? Los datos tan bajos de participación en los colegios profesionales y
asociaciones de periodistas apuntan a ello. Unido al hecho de que no existe un
Colegio Profesional de Periodistas de España, un Consejo Audiovisual Español u
otro tipo de recursos y organismos propios de una profesión asentada y de un
corporativismo sano, las investigaciones apuntan a un completo desinterés por
parte de los informadores de ser parte activa de este tipo de organizaciones;
herramienta indispensable para mejorar las condiciones laborales y sociales del
periodista. Y no solo ocurre en España. En Chile, Mellado et al. (2006) señala
que la baja asociatividad que presenta el Colegio de Periodistas plantea dudas
respecto a la real vigilancia democrática e injerencia en la vida pública de un
gremio ya de por sí debilitado. Los investigadores apuntaban a que solo el 2,9%
de los egresados se colegian. Los autores advierten de que esta situación es
similar en otros países. Si no hay representatividad institucional, si los
periodistas no luchan por sus derechos, nadie lo hará. En España, estudios de
la profesión como el elaborado por Cantalapiedra et al. (2000) sobre los
licenciados en el País Vaco también alertan que 4 de cada 5 periodistas no se
afilian a ningún tipo de asociación profesional o colegio. Existe una unión muy
escasa en el colectivo. Prácticamente, no hay un contrapoder a la patronal. Los
periodistas deben tener un papel protagonista en sus derechos si no quieren acabar,
como el pobre Narciso, ahogados en su propia vanidad. Es ilógico pensar que una
profesión que se encarga de informar y en muchas ocasiones de denunciar las
perversiones del poder no haga introspección de su situación laboral. ¿De qué
sirven la arrogancia, el individualismo o la relevancia social si no puedes
llegar a final de mes? ¿Es víctima del viejo refrán “en casa del herrero,
cuchillo de palo”?
El
periodismo debe realizar una reflexión profunda y real de qué es lo que le está
ocurriendo. No vale solo con que las asociaciones profesionales saquen un
código deontológico irreal para la situación que están viviendo los
profesionales. Tampoco se soluciona con obligar a la colegiación de los
periodistas —aunque podría ser un primer paso interesante—. Esto es un trabajo
de todos aquellos que forman parte de la profesión, de todos aquellos que
enarbolan banderas de ser el trabajo más bonito del mundo. Kapuściński decía
que, para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos.
Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Una buena persona es la
única capaz, pensaba el reportero polaco, de ser empático: de comprender a los
demás, sus intenciones, su fe, sus dificultades, sus tragedias.
El
mito de Narciso alertaba de los peligros que la arrogancia podía tener en el
ser humano. Los griegos, como cualquier otra sociedad, contaban una gran
cantidad de fábulas como estas con las que trataban de enseñar los valores que
consideraban óptimos. Hoy día, lo hacemos a través de las películas de
animación. Sea de un modo u otro, quizá los periodistas necesiten repasar estas
historias para despertar del ensoñamiento en el que se encuentran. A los
“malos” les conviene que los periodistas sean tan independientes y no formen una
comunidad férrea, ya que les pondrían contra las cuerdas.
Nadie
puede olvidar que el periodismo es una profesión que siempre se encontrará en
una delicada situación, puesto que debe ser la mosca cojonera del poder. Es su
objetivo, su razón de ser: informar, formar y entretener son sus señas de
identidad. Sin embargo, para realizar las tres acciones en armonía, los
periodistas deben cuidarse a ellos mismos. No, el periodismo no se resume solo
en ser los “guardianes de la democracia”: publicar escándalos políticos o
económicos. El deporte, la salud, el medioambiente, el corazón, la educación,
la cultura son ramas, temas, intereses de la ciudadanía y, por tanto, del
periodismo, tan dignas como las sacrosantas áreas de política, economía e
internacional.
Muchos
estudiantes de la carrera de periodismo piensan que, al no verse representados
en los reporteros de investigación de los 70 propios de la Estados Unidos de
Watergate y compañía —los cuales en ocasiones son casi la única referencia
periodística que se muestra al exterior—, no forman parte del periodismo con
mayúsculas. Consideran que sus gustos son de segunda o que el elitismo de
algunas áreas de una profesión ya de por sí engreída los aparta de la realidad,
de un trabajo con el que no se sienten identificados.
La
consecuencia directa es una falta de empatía por sus compañeros, un aislamiento
creciente en la feroz competencia por conseguir un trabajo digno. Su falta de
compromiso con la profesión les lleva a olvidar o a querer apartar la vista de
la posibilidad de moverse junto a otros para mejorar sus condiciones, de la
camaradería que podría mejorar sus condiciones de trabajo.
Trabajo
por el que luego no luchan por mejorar, por el que no se plantan para decir
“basta” y seguir progresando. Llegan a su puesto de trabajo o salen a la calle
en condiciones precarias, en las que deben emplear hasta 10 horas diarias. ¿Es
eso legítimo?, ¿es eso digno? Ni siquiera un heleno aceptaría esa clase de
condiciones. Solo un Narciso periodista, cuyo reflejo solo muestra una fachada
de perfección, de verdad absoluta, de servicio de los grandes principios que
sustenta la democracia: libertad, justicia y verdad. Un reflejo que se agrieta
por momentos, que nos muestra a un Narciso cada vez más demacrado, más agotado,
más desilusionado con la profesión que ama. Un Narciso que no se mueve porque
teme descubrir que su realidad no se parece en absoluto a su reflejo, porque en
el fondo teme a la verdad.
Cuando
los periodistas aparten su arrogancia; cuando acepten la humildad de un trabajo
que no es mejor ni peor que otro; cuando dejen de enfrentarse entre ellos en
una lucha feroz por conseguir un trabajo; cuando estén firmes para conseguir
los que dignamente les corresponde por derecho; cuando abran los ojos sobre la
realidad de su profesión, sobre lo que significa ser periodista, entonces, y
solo entonces, el periodismo dejará de ser un trabajo ingrato, precario,
acusado de mentiroso y de amigo del poder. Solo entonces los periodistas podrán
apartar la vista del reflejo del lago y apreciar la realidad como es e informar
sobre ella.